jueves, 6 de octubre de 2016

Y PASÓ... ¡LO QUE TENÍA QUE PASAR!

¡Pues que hemos hecho un libro, ahí es nada!

     Así es, amigos... Junto con mi querido amigo y colega en la cosa nostálgica Juan Pedro Ferrer Pujol, insigne administrador de El Kiosko de Akela y gran coleccionista de material de kiosco de los años 60 y 70. Y como yo, un nostálgico empedernido, para qué negarlo...

     Nos conocimos hace unos años: ambos frecuentábamos el mismo grupo de corte nostálgico en la red. Un grupo que pasó de ser un puñado de amigos que desenterraban recuerdos y rescataban imágenes de viejos juguetes y estampas sociales de la época a convertirse en una de las páginas más emblemáticas de Facebook en lo que a nostalgia y recuerdos se refiere: Yo También lo Tuve (cuyo administrador, nuestro amigo Herme Alcázar, ha tenido la amabilidad de prologarnos).

     Y a lo tonto, a lo tonto, decidimos embarcarnos en semejante empresa: confeccionar un libro lleno de divertidas aventuras de descampado y kioscos, bonitos recuerdos y evocadoras imágenes, dirigido justo a nuestra generación, los que fuimos niños entre los 60 y los 70. También hicimos la EGB, pero antes. Y desde luego no conocimos el PREU. Y cuando Naranjito, Érase una vez el Hombre y los Clicks de Famóbil estábamos ya un poco granaditos. Es decir: faltaba un libro que hablase de nuestra infancia y de los juguetes, baratijas, anuncios de televisión, etc, etc, de aquella época.

     Es así como nos pusimos manos a la obra. Cientos de horas dedicadas a trabajar los textos para darles estructura, interés y humor; eligiendo cuidadosamente qué imágenes tomábamos de la colección de Akela (que completamos con contribuciones de otros amigos coleccionistas -y con modestas aportaciones propias también- cuyos nombres encontrareis en los agradecimientos); creando las ilustraciones; maquetando el libro y trabajando la portada y la contraportada hasta que conseguimos exactamente lo que queríamos... Un trabajo redondo.

     Y para colmo, vamos y encontramos la editorial adecuada para nuestro libro: Grupo Edaf, que entendió a la primera el sentido del libro (no podía ser de otra manera, José Antonio Fossati es de los nuestros, por decirlo así) y nos ha apoyado poniendo sobre la mesa todos los recursos disponibles para la confección y difusión del mismo. Magnífico trabajo de marketing el que han hecho todos, incluyendo a Melquíades Prieto, nuestro editor ángel de la guarda e Isabel, la eficiente y dinámica encargada de comunicación y prensa.

     En fin, estamos contentos con el resultado. E impacientes por ver su acogida, por supuesto... Seguro que aquellos que jugasteis en un descampado y os pulíais los cinco duros de la semanada en el kiosco ese mismo domingo vais a disfrutar de lo lindo. ¡O eso esperamos! 




miércoles, 5 de octubre de 2016

EL YO-YÓ EN LOS 70 Y OTROS ASUNTOS...


   Sí amigos, yo también me quedé muy sorprendido al ver esta imagen de un joven griego jugando al yo-yó, en un kylix datado alrededor del año 440 a.C. (por cierto que tuve que buscar en internet lo que era un kylix, que no es más que lo que se viene en llamar una copa o cáliz de cerámica, al final).

   Sorprende el saber que una afición que nosotros creíamos privativa de nuestra generación, prácticamente, se remonta a siglos atrás. El cómo a alguien se le ocurrió el poner a un disco de terracota una cuerdecilla que lo hiciera subir y bajar a voluntad, es un misterio hoy en día, aunque algunas fuentes aseguran que este juguete procede de un artilugio utilizado para la caza, principalmente. También se han encontrado referencias en acuarelas indias del siglo XVIII y en grabados franceses de más o menos la misma época, manejando un artefacto llamado bandelore, precursor del yo-yó tal y como lo conocemos.

   En fin, la verdadera expansión de este juguete comenzó cuando Pedro Flores (empresario filipino-americano) abrió la primera factoría en California, la Yo-yo Manufacturing Company. Tan sólo un año después, ya inauguraba dos sucursales más de su empresa, en Los Ángeles y Hollywood, nada menos, tal fue el éxito del yo-yó entre la chavalería americana. 

Pero diría que el bombazo del yo-yó, la era dorada que se extendió a través de varias décadas (principalmente entre los 60 y los 70) fue la aparición de la fábrica Jack Russell, y su alianza con la marca Coca-Cola.


   
    En nuestro país, fue la marca Fanta (también de Coca-cola, evidentemente) la que esponsorizó los concursos. Una serie de profesionales (algunos de ellos procedían de USA) se encargaban de ejecutar trucos realmente habilidosos y muy complicados para los que nos iniciábamos en el arte del yo-yó. Casi todos dominábamos dos o tres trucos, como el dormilón, el perrito, o la vuelta completa, pero pocos llegaban al columpio o la magnífica -juro que lo ví con mis propios ojos- Torre Eiffel...



    En fin, todos ellos trucos que se ejecutaban en base a la duración de la rotación del yo-yó gracias a su lazo corredizo,
mientras se elaboraban complicados entramados con la cuerda del juguete. Estos yo-yós Russell eran, como si dijéramos, verdaderos instrumentos de precisión, perfectamente calibrados y capaces de ejecutar todas aquellas virguerías (ellos sí, el problema éramos nosotros), y además tenían un peso y una consistencia considerables, cosa que pude comprobar unas cuantas veces cuando tratando de efectuar algún truco específico, no hacía más que estrellármelo en la sesera. Contundente impacto sólo comparable al de las bolas Klik-Klaks en nuestras infantiles muñecas... La diversión exige, a veces, cierto sacrificio, se diría...



    Excuso decir que el precio de los tales yo-yós era algo elevado, así que, hasta que llegaba el feliz día en que conseguíamos el ansiado juguete, teníamos que conformarnos con los yo-yós de kiosco, sucedáneos algo cutrillos que no nos permitían ejecutar ni siquiera el más básico truco... Pero menos daba una piedra.









     A lo largo de los años, el yo-yó ha experimentado una serie de innovaciones puntuales destinadas a volver a "ponerlo de moda" temporalmente entre los chavales, al igual que de vez en cuando pasa con otros artículos, como las peonzas. Así pues, hemos asistido periódicamente al nacimiento de yo-yós tecnológicamente muy avanzados, como los que exhiben luces de colores o el más reciente, claramente basado en los principios del giroscopio...


     Éste último me trae a la memoria uno de los juguetes más recordados de mi infancia. No tanto por lo que disfruté con él (más bien poco) sino por lo original y avanzado de su concepto. El Rotomaster 70, de industrias Geyper (viendo el nombre del juguete, se entiende que no lo supiera manejar, con apenas 7 años)... Lo tuve una semana en casa, y no conseguí hacerlo funcionar bien. Recuerdo que mi madre se rascó bastante el bolsillo para comprármelo, porque era algo carillo. Cuando al fin, frustrado, le hice ver que no podía jugar con aquello en condiciones, logró devolvérselo al querido Sr. Alfonso, nuestro proveedor de baratijas, chuches y juguetes (que ya tuvo su entrada en este blog), y aquí no ha pasado nada. Bueno, sí: se me quedó una espinita de frustración, la verdad...




     De todas fomas, y ya como colofón: Injugable, pero...

 !QUÉ BONITO ERA!






martes, 4 de octubre de 2016

CALOR DE HOGAR



Mucha gente dispone hoy en día de calefacción en sus casas, pero en aquella época y dentro del estrato social de familia-obrera-residente-en-el-extrarradio, al que nosotros pertenecíamos, lo usual era tener una buena estufa de gas butano y punto. Ésta que veis arriba, nuestra vieja Otsein, fue la reina del invierno en nuestro hogar durante una buena veintena de años, y luego tuvo una jubilación digna en la casa del pueblo... Sólo el mirar esta imagen me evoca entrañables recuerdos de infancia. Ahora me estoy preguntando dónde se metía esta señorita durante los meses de calor... En fin, misterios de las casas paternas.

Por supuesto, en casi todas las casas, la estufa se colocaba en el salón-comedor, donde la familia pasaba más tiempo. Como una sola estufa era insuficiente para calentar todo un piso, lo normal era cerrar la puerta del comedor y aislarlo del resto de la vivienda, con lo cual creabas una temperatura muy alta en la pieza mientras el resto del piso estaba directamente helado... El hacer una excursión al lavabo era como salir de expedición a la Antártida, por no hablar de la combustión del butano, que, sumado a la intensa neblina de los Ducados de papá, creaban una atmósfera enrarecida y algo baja en oxígeno que te sumía en una deliciosa somnolencia  mientras veías la tele a oscuras, por la noche...

Claro que el 70% del calor que producía la estufa era absorbido directamente por mamá, que se colocaba en una silla delante de la misma hasta casi quemarse la bata. Os juro que, cuando se levantaba para cualquier cosa, se notaba un aumento de la temperatura inmediato... 


Por cierto, que uno de los recuerdos más entrañables que tengo de la librería en la que desde pequeñito me compraba los tebeos y el material escolar, era el olor… El matrimonio que la regentaba, siempre estaba sentado al fondo de la tienda, junto a la estufa de butano, y el olor tan característico de la combustión de la estufa se mezclaba con el de la tinta fresca de los libros y los tebeos que había allí expuestos…



El procedimiento para aprovisionarse de combustible para nuestras estufas era bien simple: El butano pasaba varios días a la semana. En concreto en nuestro barrio, la llegada del camión se anunciaba con un ensordecedor entrechocar de bombonas vacías (que yo siempre, de pequeño, esperaba que explotasen con los golpes, cosa que por suerte no llegó a pasar nunca). Al estruendoso campaneo salían todos los vecinos a las ventanas, balcones y terrazas: ‘Butano, 1 al 4º 1ª!’  ‘Butano, 2 al 5º!’ gritaban las mujeres. Siempre fue un misterio para mí cómo aquellos fornidos butaneros podían memorizar todos los pedidos… Cuando llegaban a tu casa, había que pagarles la bombona más propina (que se incrementaba proporcionalmente a la altura que tu vivienda ocupaba en el edificio). Luego le quitaba el tapón negro a la bombona llena, y se lo colocaba a la vacía que se llevaba, lo cual me daba bastante rabia, por cierto. Qué tranquilidad te daba el tener de nuevo las bombonas de la casa llenas otra vez… Si alguna vez el butano no pasaba el día habitual, la sensación de inseguridad y zozobra en el vecindario era general. Y es que dependíamos totalmente de aquellas entrañables y rechonchas bombonas para nuestra sencilla vida diaria…


La verdad es que eran muy pesadas e incómodas de transportar, hasta que alguien –bastantes años más tarde- inventó éste sencillo pero práctico artefacto:




Recuerdo que ya a principios de los 70, cuando nació mi primer hermano, mis padres compraron la gran novedad de la época: una de aquellas estufitas eléctricas de barras de cuarzo. La colocaban en su habitación, donde estaba la cunita, o la llevaban al comedor, donde, encima de la mesa protegida con un hule, mi madre le daba al bebé sus primeros baños en una bañerita de plástico (nuestro cuarto de baño era minúsculo, y con plato de ducha, así que el nene tardó algún tiempo en utilizarlo). Como veis, las normas de seguridad doméstica en casa eran seguidas muy laxamente... Una estufa eléctrica sobre la misma mesa donde un bebé daba manotazos al agua muy contento... En fin... Bueno,  a mí personalmente, me parecía aquel un artefacto de lo más futurista.  Y cómo olía a polvo quemado, cuando la encendías… Las pequeñas Butsir, que utilizaban una mini-bombona muy graciosa, también fueron una buena solución para ‘descentralizar’ la calefacción…


Para las duchas, disponíamos de un fantástico (y diminuto) termo eléctrico. Ni que decir tiene que se trataba de uno de los elementos más peligrosos de la casa (de nuevo la seguridad)...Tener un artefacto eléctrico como aquél DENTRO de la zona de ducha (de hecho, la alcachofa de donde provenía el agua estaba directamente fijada al mismo) era algo que sólo se nos ocurría en los 60-70s. Incluso el enchufe estaba justo al ladito. El gran inconveniente de estos aparatos era que tardaban mucho en calentar el agua. Había que enchufarlo y esperar. Y el segundo inconveniente es que calentaban una cantidad limitada de agua, y a menudo, el último de la familia en utilizarlo se quedaba sin agua caliente…

En fin, como veis en casa lo teníamos todo más o menos controlado, pero… Cuál era nuestro equipamiento para salir a la calle? Bien, normalmente nos cargábamos de ropa. En la época no teníamos esas fibras modernas, tan ligeras y termo-transpirables (o al menos no estaban a nuestro alcance)… Nos embutíamos en varias capas de prendas, y así combatíamos el frío. 


La primera capa consistía en una buena camiseta afelpada con sus correspondientes calzones tipo ‘abuelo’. Los slips de nylon de finales de los 70 (que luego acabaron siendo perjudiciales, según se dijo) aún no habían llegado, así que la ropa interior era blanca, y de algodón. Aquellos calzoncillos tenían un complicado sistema de pliegues que la mayoría no solíamos utilizar, si sabeis lo que quiero decir...



Un buen jersey cuello cisne, que tanto se llevaban (que de pequeño eran estupendos, pero en la segunda mitad de los 70 resultaban incómodos por la incipiente melena, que en determinado punto de crecimiento no sabías si colocar por fuera o por dentro de la prenda) y unos pantalones de franela, con sus correspondientes calcetines de lana, constituían la capa siguiente. Los zapatos eran importantes, también. Nuestros zapatos infantiles eran tanques todoterreno, nada que ver con las deportivas y otros tipos de calzado ligero con sistemas de transpiración ultra-modernos que los niños llevan hoy al cole. Los zapatos debían durarte toda la temporada, y si no te los ponían a la siguiente era porque sencillamente el pie ya no te cabía dentro... Aunque por desgracia, no pasaba lo mismo con los pantalones. Casi todos los chavales llevábamos las típicas marcas de haber bajado el dobladillo (por no hablar de los ocasionales parches de skai en las rodillas).








Encima de todo el conjunto, una buena camisa de franela o un chaleco de lana cuello de pico y coronando el pastel invernal, una trenka (si había suerte, ya que era el último grito). Yo heredaba muchas cosas de mi primo. Una de las que recuerdo con más cariño fue un chaquetón de cuadros con el cuello de borreguillo estilo Starsky.  


Y si el frío apretaba mucho mucho, pues un buen pasamontañas.  Más adelante se pusieron de moda las bufandas kilométricas. Si arrastraban por el suelo, tanto mejor,como el macuto militar, pero aún faltaban algunos años para eso, a finales de los 70…






Puede que sea mi imaginación, pero en aquella época… ¿llovía más que ahora? Recuerdo que en el primer trimestre del cole, las lluvias eran muy frecuentes. Además de vivir en la parte alta (lo que había sido directamente montaña pocos años antes), las calles no estaban asfaltadas todavía (mi calle se asfaltó cuando yo ya tenía unos 14 años), con lo cual las aguas llenas de tierra rojiza bajaban por las calles como ríos. Y los charcos eran abundantes y muy profundos, en ocasiones… Los chavales nos encasquetábamos nuestras botas de agua (negras, todavía no había llegado el diseño a este adminículo de goma forrado de felpa) y nos metíamos directamente en ellos. A veces el agua casi te llegaba al borde de la bota.


Y claro, en esas ocasiones, también nos colocábamos un impermeable encima. Antes de que llegaran los famosos canguros (los chavales nos volvimos locos con aquellos impermeables plegables), solíamos llevar impermeables de plástico grueso. El que más recuerdo fue uno azul que tuve. Era tipo capa, o sea, sin mangas, y yo fantaseaba con que era un aguerrido bombero cuando lo llevaba puesto. Tenía dos ranuras a cada lado para que sacases las manos si querías, muy práctico si te caías de morros con las manos dentro del impermeable. Y la cartera iba por dentro también, claro... Aún no llevábamos paraguas, cuando éramos pequeños. De todas formas, eran bastante sosos, así que tampoco nos interesaban demasiado. Spiderman o Disney aún no habían hecho su aparición en estos chismes.

En fin, qué decir de los guantes… Cuando éramos pequeñitos, nos colocaban las manoplas, muy fáciles de poner. El desafío venía más tarde, cuando se trataba de meter TODOS los deditos en el guante, lo cual parecía imposible.O faltaban dedos en el guante, o te sobraban en la mano... ¡Qué sensación de agobio, el no acertar con cada dedo en su sitio! Recuerdo que a finales de los 70 se pusieron de moda las manoplas de piel girada , forradas de borreguillo, en plan esquimal. Volvíamos a los orígenes.




Bien, cuando el día acababa y volvíamos a casa al atardecer, era el momento de colocarse la bata. Al menos en casa, era así. Mi padre, lo primero que hacía cuando llegaba del trabajo, era colocarse la bata de boatiné y las zapatillas de cuadros. Y al igual que en verano tendía mi mini-alfombra al lado de la suya para ver la tele tumbados en el suelo, yo también tenía mi batita y mis zapatillas de cuadros a escala. Y volvemos a lo de siempre: Entonces no las había de equipos de fútbol o con motivos infantiles: Simplemente eran más pequeñas. Mi color preferido solía ser el granate, aunque creo que tuve alguna de color verde botella (un color muy de moda en la época)




En casa, la comida también jugaba un papel fundamental, en invierno. Como mi padre comía fuera, de fiambrera, mi madre cocinaba los platos contundentes para la cena. ¡O sea, lo contrario de lo que  tenía que ser, vamos! Medidas de seguridad nulas, alimentación caótica... Menuda familia! Así pues, las cenas en casa, los días laborables, eran a base de cocidos, estofados o guisados. Bueno, te ibas a la cama con un montón de calorías, eso sí.





Y cuando por fin llegaba la hora de acostarse, todos hacíamos cola en la cocina delante del cazo de agua hirviendo, donde mi madre nos llenaba aquellas botellas de goma (originalmente forradas de felpa de cuadros, hasta que la funda desaparecía misteriosamente) en las que envolvíamos nuestros meyba y que colocábamos en la cama poco antes de irnos a dormir.


Qué sensación tan agradable colocarse el pijama calentito en aquellas habitaciones heladas. Al principio costaba mantener los pies en la bolsa, que directamente quemaba, y luego, en algún punto de la noche, le dábamos la patada fuera de la cama. Eso cuando alguna no perdía parte de su contenido en el colchón… A veces este tipo de accidentes sucedían, y no era muy agradable, la verdad. Y podía prestarse a desagradables equívocos, claro…

El equipamiento de nuestras camas también era diferente en invierno. Unas buenas mantas Paduana (noches de confort) con sus sábanas Burrito Blanco (o Guasch: ‘Y por las noches, qué harás? Dormir en sábanas Guasch!’) y alguna de aquellas colchas de ganchillo, y a dormir (bajo varias toneladas de peso). Lo dicho, a falta de los materiales modernos y los prácticos edredones nórdicos, la solución para estar abrigado en la cama era acumular capas y capas de ropa, con lo cual la movilidad bajo todo ese equipamiento era más bien reducida -y más si vuestra madre, como la mía, tenía la costumbre de 'remeterlo' todo bajo el colchón tras meterte en la cama, dejándote tan empaquetado como el bocata del cole- . 



Mi abuela, más práctica –o quizás más friolera- optaba por una buena manta eléctrica, aunque mis padres desconfiaban abiertamente de ellas. Siempre había alguien que se había electrocutado con una en alguna parte, o ellos lo creían así, pero... ¡me imagino que se debía dormir de vicio! La chica de la foto, al menos, parece muy feliz (y enamorada de su mando)




En fin, aquellos inviernos de nuestra infancia parecían más invierno que éstos, aunque puede que la nostalgia juegue un papel importante en la memoria, supongo. Probablemente sí que pasábamos más frío por las razones ya expuestas, pero también hay algo muy cierto: Hay sensaciones que no se olvidan por años que pasen, y una de ellas es aquel aroma tan familiar del guiso borboteando en la cocina mezclado con el olor de la estufa de butano… 

Olor de hogar, calor de hogar.